Windfren era un muchacho huérfano y feliz,
jamás había cometido ningun desliz,
un mago de la época lo tomó por tutela,
como aprendiz y recadero si quería la panza llena.
El mago y alquimista guardaba sus objetos bajo llave,
nadie podría entrar bajo pena de hechizo,
ni el muchacho siquiera, más muy prohibido
lo tuviera, ¡peligro!, de entrar en el cobertizo.
Pero la curiosodad infantil llega a ser un poco víl,
y más le valiera haberse quedado de puertas afuera,
no habiendo traspasado el límite que el mago le mostrara,
quedando estupefacto con los artilugios que encontrara.
Cuencos, pucheros hirviendo, escobas bailando,
un sinfín de objetos hechizados por el alquimista,
con movimientos desafiantes de la gravedad,
que el muchacho de miedo se tapaba la vista.
No podía creer tan maravillosa experiencia,
libros a centenares llenos de polvo en los estantes,
plumas y tinteros de colores nunca vistos,
oliendo a incienso cualquier rincón de la estancia.
Destacando por su grosor y peso, un enorme libro,
muy viejo y descolorido con letras negras impresas,
conjuros, hechizos, plegarias, dilemas y plebendas,
todo para encantamientos y demás sortilegios.
Alucinaba, ¡o el demonio le asustaba con sus maleficios!,
al paso le salió el mago frunciendo el ceño con enfado,
era peligroso tocar o conjurar, el daño sería de cuidado
mientras salían y cerraba la habitación con candado.
Bajando las escaleras, suvizando la mirada,
escapándose por los gruesos labios una sonrisa,
tierna y amable de un anciano venerable,
el mago prometióle enseñarle sus secretos,
guardados durante milenios por sus ancestros.
Pasaba el tiempo con la suavidad de una brisa,
el aprendiz se convirtió en sabio alquimista,
y por muchos años no se supo de él, ni tuvo visita,
acabando esta historia por perderse en el tiempo.
Mientras, nuestro pequeño alquimista experimentaba
con las leyes secretas del universo inmaterial,
mano a mano con las fuerzas del poder mental
llegando a ser el mago más sabio y poderoso
no teniendo a su altura nadie como rival.
jamás había cometido ningun desliz,
un mago de la época lo tomó por tutela,
como aprendiz y recadero si quería la panza llena.
El mago y alquimista guardaba sus objetos bajo llave,
nadie podría entrar bajo pena de hechizo,
ni el muchacho siquiera, más muy prohibido
lo tuviera, ¡peligro!, de entrar en el cobertizo.
Pero la curiosodad infantil llega a ser un poco víl,
y más le valiera haberse quedado de puertas afuera,
no habiendo traspasado el límite que el mago le mostrara,
quedando estupefacto con los artilugios que encontrara.
Cuencos, pucheros hirviendo, escobas bailando,
un sinfín de objetos hechizados por el alquimista,
con movimientos desafiantes de la gravedad,
que el muchacho de miedo se tapaba la vista.
No podía creer tan maravillosa experiencia,
libros a centenares llenos de polvo en los estantes,
plumas y tinteros de colores nunca vistos,
oliendo a incienso cualquier rincón de la estancia.
Destacando por su grosor y peso, un enorme libro,
muy viejo y descolorido con letras negras impresas,
conjuros, hechizos, plegarias, dilemas y plebendas,
todo para encantamientos y demás sortilegios.
Alucinaba, ¡o el demonio le asustaba con sus maleficios!,
al paso le salió el mago frunciendo el ceño con enfado,
era peligroso tocar o conjurar, el daño sería de cuidado
mientras salían y cerraba la habitación con candado.
Bajando las escaleras, suvizando la mirada,
escapándose por los gruesos labios una sonrisa,
tierna y amable de un anciano venerable,
el mago prometióle enseñarle sus secretos,
guardados durante milenios por sus ancestros.
Pasaba el tiempo con la suavidad de una brisa,
el aprendiz se convirtió en sabio alquimista,
y por muchos años no se supo de él, ni tuvo visita,
acabando esta historia por perderse en el tiempo.
Mientras, nuestro pequeño alquimista experimentaba
con las leyes secretas del universo inmaterial,
mano a mano con las fuerzas del poder mental
llegando a ser el mago más sabio y poderoso
no teniendo a su altura nadie como rival.
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