Fuego en sus ojos,
y a la vez destellos de niñez,
una niñita de pocos años
quizá siete u ocho, no más,
pero con la experiencia
desgraciada,
con la voluntad mermada,
con la niñez trastocada.
Una niña vestida de harapos
como salida de un cuento macabro,
una niñita de una ciudad populosa
declive de una sociedad marchita
como las margaritas en verano.
Una ciudad capitalina por las alturas,
por los bajos;
misería, inmundicia,
hambre y desgracia humana,
luchando por sobrevivir día a día.
Me la encontré cuando fotografiaba;
sus gentes, su idiosincrasia,
su forma de vivir y morir,
sus creencias y festejos,
sus alimentos.
Sabiamente balbuceaba preguntas
casi sin entenderla,
¿por qué los dioses permiten esto?.
mis hermanos enferman,
mis padres no tienen trabajo
y andan de pelea en pelea,
las ratas acampan a sus anchas
y recorren los cuerpos de los muertos
que de borrachera quedan quietos,
o se comen el pus de los niños enfermos,
¿por que los dioses permiten esto?.
¿O son los demonios que andan sueltos
para castigar nuestras faltas,
nuestros malos comportamientos,
nuestras ofensas?.
¿Por qué vivimos asi, tú, el de la cámara?.
La tristeza me traspasó mis razonamientos
sus preguntas marcaban todo un lamento,
un sentir agónico,
una madurez inmadura,
demasiado para una niña de pocos años.
Mientras,
con mis ojos escudriñaba mi alrededor,
las chabolas de cartón y latón,
acequias que recorrían las calles
infectadas de ratas y excrementos,
que ni el mismo purgatorio
presentaba tanta inmundicia
vileza y bajeza del ser humano.
La cogí de la mano
llevándomela a comprarle un helado,
intentando explicarle,
que no eran los dioses los culpables
si no los hombres ricos y poderosos
los gobernantes de este mundo,
los cuales habían creado;
submundos por doquier
dentro del mismo mundo.
Demasiado rollo intelectual
para un ser que apenas tiene abierta
su conciencia en grado infinitesimal.
Demasiadas explicaciones
a una niña en edad de jugar,
no de entender los problemas de los mayores.
Me despedí con un beso de ella,
metiéndole unos billetes para sus padres
en uno de los bolsillos medio cosidos,
lamentando en mi interior,
gimiendo de rabia y furia,
maldiciendo a mi raza
por todo el mal que nos hacíamos,
por toda la ignorancia y oscuridad
que arrastrábamos como humanos.
Al darme la vuelta;
ya no era la misma niña de antes,
su forma humana había cambiado
era un espectro más de la muerte,
su gélida mirada escarchaba hasta mi mente.
Era una víctima más de la miseria,
un ser desgraciado a quién su vida
habían segado en plena vitalidad,
un alma viajera de un submundo cualquiera.
y a la vez destellos de niñez,
una niñita de pocos años
quizá siete u ocho, no más,
pero con la experiencia
desgraciada,
con la voluntad mermada,
con la niñez trastocada.
Una niña vestida de harapos
como salida de un cuento macabro,
una niñita de una ciudad populosa
declive de una sociedad marchita
como las margaritas en verano.
Una ciudad capitalina por las alturas,
por los bajos;
misería, inmundicia,
hambre y desgracia humana,
luchando por sobrevivir día a día.
Me la encontré cuando fotografiaba;
sus gentes, su idiosincrasia,
su forma de vivir y morir,
sus creencias y festejos,
sus alimentos.
Sabiamente balbuceaba preguntas
casi sin entenderla,
¿por qué los dioses permiten esto?.
mis hermanos enferman,
mis padres no tienen trabajo
y andan de pelea en pelea,
las ratas acampan a sus anchas
y recorren los cuerpos de los muertos
que de borrachera quedan quietos,
o se comen el pus de los niños enfermos,
¿por que los dioses permiten esto?.
¿O son los demonios que andan sueltos
para castigar nuestras faltas,
nuestros malos comportamientos,
nuestras ofensas?.
¿Por qué vivimos asi, tú, el de la cámara?.
La tristeza me traspasó mis razonamientos
sus preguntas marcaban todo un lamento,
un sentir agónico,
una madurez inmadura,
demasiado para una niña de pocos años.
Mientras,
con mis ojos escudriñaba mi alrededor,
las chabolas de cartón y latón,
acequias que recorrían las calles
infectadas de ratas y excrementos,
que ni el mismo purgatorio
presentaba tanta inmundicia
vileza y bajeza del ser humano.
La cogí de la mano
llevándomela a comprarle un helado,
intentando explicarle,
que no eran los dioses los culpables
si no los hombres ricos y poderosos
los gobernantes de este mundo,
los cuales habían creado;
submundos por doquier
dentro del mismo mundo.
Demasiado rollo intelectual
para un ser que apenas tiene abierta
su conciencia en grado infinitesimal.
Demasiadas explicaciones
a una niña en edad de jugar,
no de entender los problemas de los mayores.
Me despedí con un beso de ella,
metiéndole unos billetes para sus padres
en uno de los bolsillos medio cosidos,
lamentando en mi interior,
gimiendo de rabia y furia,
maldiciendo a mi raza
por todo el mal que nos hacíamos,
por toda la ignorancia y oscuridad
que arrastrábamos como humanos.
Al darme la vuelta;
ya no era la misma niña de antes,
su forma humana había cambiado
era un espectro más de la muerte,
su gélida mirada escarchaba hasta mi mente.
Era una víctima más de la miseria,
un ser desgraciado a quién su vida
habían segado en plena vitalidad,
un alma viajera de un submundo cualquiera.
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